martes, 21 de octubre de 2014

LA LUCHA CONTRA LO INVISIBLE





Últimamente gran parte de la población vive conmocionada por una serie de hechos que se pueden resumir en una sola palabra: Ébola.

El Ébola es un río africano que pocos conocían hasta que prestó su nombre al retrovirus más temido del planeta. No sé cuánto hay de pandemia y cuánto de cortina de humo en este asunto, pero sí tengo claro que hay mucho de ignorancia.

Desde que el hombre es hombre ha temido la amenaza de lo invisible. No me cuesta imaginar a un homínido prehistórico capaz de enfrentarse a un oso en una cacería y que, sin embargo, huye despavorido ante el alarido del viento.

Es fácil deducir que las primeras historias de fantasmas y los primeros demonios surgieron de la mano de tempestades, de epidemias, de enfermedades mentales.

Dentro de este catálogo de “monstruos invisibles” podemos incluir a otros agentes de la Naturaleza que, hoy por hoy, han matado a mucha más gente que el ébola:

Los gases.

Ya fuera por su carácter tóxico, ya fuera por su carácter inflamable, estos demonios de la química se convirtieron en el terror de quienes perforaban donde no debían.

Me viene a la cabeza un ejemplo relativamente cercano: El del temido gras grisú, compuesto principalmente de metano, invisible, inodoro, imposible de detectar con nuestros sentidos... pero capaz de provocar explosiones súbitas.

Este gas se cobró muchas vidas en los dos siglos pasados, dejando una macabra estela de mineros muertos, de niños huérfanos y viudas desconsoladas. El 10 de marzo de 1906, por ejemplo, una explosión arrasó 110 kilómetros de galerías, matando a 1099 personas de un solo golpe. Tuvo lugar en Francia y ha pasado a la historia como la Catástrofe de Courrières.

Como suele suceder en estos casos, la ignorancia dejó el terreno abonado para la superstición. Los mineros percibían el grisú casi como una entidad maligna. Lo llamaban el viento negro. Cavar en las minas equivalía, en un sentido arquetípico, a profanar el Hades, descender a los mismísimos infiernos.

Incluso sucedía algo muy propio de culturas animistas como las de ciertas tribus indias: Se producía una comunión casi espiritual entre el animal y el hombre. Los mineros veneraban a los ratones. Estos pequeños roedores se colaban en las minas y eran los primeros en sufrir los efectos del gas, ya que el grisú es más pesado que el aire y llega reptando por los suelos. La reacción de los ratones ponía sobre aviso a los mineros que, en señal de gratitud, otorgaba a estos animales un carácter casi sagrado. El minero que mataba a un ratón era repudiado por sus compañeros y en algunos sitios, como la mina chilena de Lota, se celebraba el Día de los Ratones, una fiesta en la que los mineros descansaban y rezaban a los ratones. Según la superstición, si un minero no rezaba, los roedores se lanzaban a por él para mordisquearle las ropas.

En los últimos días hemos visto cómo nuestra ignorancia acerca del ébola ha llevado a las autoridades a sacrificar un perro. También hemos visto cómo, en mi opinión, los medios han aprovechado el asunto para captar la atención – o desviarla – de una manera bastante frívola. Los mineros de antaño no sacrificaban perros, sino canarios. Descendían a la mina con una jaula, y dentro de ella el pobre pájaro que, al igual que los ratones, sufría el efecto del gas mucho antes de que afectase a los humanos. Cuando los mineros veían al canario muerto en su jaula salían corriendo: el viento negro venía a por ellos.

¿Cómo podía hacer el ser humano para enfrentarse al viento negro y a otros gases letales como el monóxido de carbono, el ozono, el dióxido de nitrógeno? La respuesta es evidente: Ciencia, investigación, I + D.

Hoy en día ya no muere ningún canario en las minas, y el número de bajas humanas ha disminuido drásticamente, no sólo en minería, sino en el resto de sectores industriales relacionados con estos demonios invisibles: Obras públicas, petroleras, tratamiento de aguas, soldadores, astilleros, servicios contra incendios...

Los riesgos de esos profesionales son cada vez menores gracias a detectores de gases como éstos de la empresa Industrial Scientific.

Se trata de aparatitos más fáciles de transportar que una jaula de canario, con sensores configurados para detectar uno o más gases.

 
Incluso existe una opción aún más avanzada para operarios no quieran aprender a manejar correctamente estos chismes, o que no confíen plenamente en su capacidad para hacerlo. Un sistema llamado iNet en el que las empresas, en lugar de comprar los aparatos, alquilan los servicios de la empresa, que ofrece la supervisión de expertos e instala sensores en el lugar de trabajo. Estos sensores van detectando y envían automáticamente la información a un software que la almacena y la analiza.

Éstas y otras innovaciones contribuyen a lo que se ha bautizado como movimiento 2100, una iniciativa cuyo objetivo es que para el año 2100 las muertes por gas se hayan reducido a cero.

Como vemos, en el caso del gas hemos tenido la suerte de que, gracias a la investigación y a la tecnología, el conocimiento ha espantado a los demonios, haciéndolos retroceder hacia otras madrigueras. ¿Tendremos algún día esa misma suerte en el campo de los retrovirus?

jueves, 2 de octubre de 2014

EL CORRALITO AFRICANO


En el rincón más sucio del corazón de África: Un establo de maderas torcidas, como hecho con dentaduras de borrachos.

Cuarenta millonarios bien vestidos. Ellos y ellas, encorvados sobre las vallas del corral.


Pero no asisten a una pelea de gallos, ni de perros de presa: Los contendientes son niños.


Dos niños africanos, famélicos, desnutridos, sus pieles negras intentando devorar los huesos del mismo modo en que el hambre intenta devorar sus vidas. Dos niños negros con los vientres hinchados... como con cuatro meses de embarazo.


Los millonarios corean, animan a su niño favorito...


... y los críos pelean sin demasiadas fuerzas. Llevan dos o tres días sin comer, cualquier movimiento brusco los marea.


¡Yo apuesto por el negrito de la izquierda!” “¡Cien euros por el de la derecha!


Manotazos inofensivos, muy patéticos. Sus miradas parecerían hambrientas si no fuesen tan débiles.


Uno de ellos pierde el equilibrio, sus piernas ya no aguantan. El otro aprovecha la ocasión para tirarse encima de él... intenta estrangularle con sus manos huesudas... intenta estampar el cráneo... una y otra vez...


... una y otra vez...


... contra la tierra seca del gallinero.


¡Trescientos al negrito de la izquierda!”  “¡Yo apuesto por el de la derecha!


De pronto alguien decide que esos peleles no tienes fuerzas suficientes para matarse con sus propias manos: Arrojan al ring un hueso, un fémur, una reliquia del niño que falleció hace cinco días en ese mismo establo.


El negrito de la izquierda empuña el fémur... lo hunde en las costillas de su contrincante, hace palanca.... no es difícil (las costillas de ambos tan marcadas, tan visibles)


Y con las pocas fuerzas que le quedan, el niño empuja el fémur hasta hundirlo en el corazón del otro.


Dos miradas hambrientas comparten un espasmo, un estertor... Dos miradas perdidas en una cuencas hundidas, cadavéricas...


Y un corazón que deja de latir... y unos buitres con ganas de rebañar los huesos...


Hombres adinerados que intercambian billetes, que trapichean con joyas de mujeres.


Al principio, cuando secuestraban a esos niños, les amenazaban con matarlos si no peleaban en el corralito. No funcionaba. La muerte les parecía un mal menor.


No tardaron en darse cuenta de que la mejor manera de convencerles para luchar era una única frase: “Si matas al otro niño, te lo podrás comer.”